sábado, 31 de marzo de 2012

Cóctel de cochinilla

En 1885, Vincent M. Holt, un naturalista inglés, publicó un curioso libro que escandalizó a la estirada sociedad inglesa del momento. No se le ocurrió otra cosa que escribir un “jugoso” recetario a base de animales poco frecuentes en ollas y fogones, con el que proponía paliar el hambre que sufría gran parte de la población e invitarnos a reflexionar sobre los prejuicios humanos respecto a este tipo de alimentos.

Evidentemente, Holt se dejó influir por la cultura gastronómica de otros países más exóticos, y en su recetario aparecían animales de lo más variopinto: babosas, larvas, orugas, saltamontes, escarabajos y cochinillas de la humedad. A estas últimas incluso las llegó a comparar gastronómicamente con las gambas,  aunque en este último aspecto no le faltaba razón, y no me refiero al sabor, pues a pesar de ser abierto a las nuevas experiencias no he llegado al extremo de probarlas, sino a su naturaleza, ya que la cochinilla pertenece al mismo género que el magnífico entremés habitual en banquetes y bodas.

Los machos tienen los dos urópodos (apéndices traseros) más grandes

Es cierto, las cochinillas son crustáceos, como los cangrejos, gambas, cigalas o langostas, pero con la particularidad de ser los uno de los escasos supervivientes de aquellos que salieron del mar para adaptar su forma de vida exclusivamente al medio terrestre. Sin duda alguna, el cambiar sus hábitos acuáticos tuvo que ser un proceso bastante lento y traumático, en el que tuvieron que adaptar su forma de vida por completo. No obstante, aún conservan algunas características de su pasado, por ejemplo la respiración, que es realizada mediante branquias de igual forma que los peces y el resto de crustáceos, razón por la que siempre necesitan un ambiente húmedo para vivir. Es por ello que en las épocas secas se agrupan en grandes colonias en oquedades o bajo troncos y piedras para mantener la humedad.

Otro aspecto curioso heredado de su pasado es la procreación, pues en las etapas iniciales de todos los crustáceos existe una fase en la que indispensablemente se requiere de un medio acuático. Para resolver este tremendo problema, la hembra posee en la base de sus patas unas placas laminares que, llegado el momento de la puesta de huevos, aumentan de tamaño formando una especie de bolsa bajo el vientre. Ahí almacenará agua y depositará sus huevos, formando una especie de pecera portátil en la que se desarrollarán los pequeños individuos hasta que estén preparados para valerse por sí mismos.

Un macho sujeta a la hembra antes del apareamiento
Claro que previamente a este paso ha sido necesario el apareamiento, y dado que la cochinilla suele vivir en comuna, cuando llega ese momento se despierta un instinto carnal en el que el desenfreno suele ser la nota dominante de todos los individuos. Sin embargo, no todo el mundo tiene asegurado su particular momento de gloria, de ello depende la actitud del macho, y aquí es curioso el comportamiento de éstos, pues cada uno emplea la táctica que mejor se asemeja a sus características: los más grandes y fuertes utilizan su poderío físico para asir a las hembras receptivas, mientras que los de menor tamaño son más sutiles y cariñosos aunque no menos ardientes, y una vez se produce el acercamiento acarician con sus patas el costado de hembra para consumar el acto. Respecto a cuál es el mejor método, en mi opinión depende de la hembra, no nos engañemos, pues en la vida real al final son siempre ellas las que eligen.

Tras este paréntesis de pasión, la vida transcurrirá normalmente y las cochinillas se alimentarán de detritus vegetales y restos de cualquier materia orgánica en descomposición, de ahí el nombre de cochinilla, haciendo de efectivos limpiadores del entorno. Sólo se verán alteradas por los ataques de otros animales que se alimentan de ellas, ante lo cual algunas especies tienen la capacidad de enrollarse como una compacta bola, por eso en algunos lugares se les denomina bicho bolita.

Al parecer esos depredadores sí saben apreciar la “exquisitez” culinaria de la cochinita, no obstante, aquí dejo un fragmento del citado libro de Holt, denominado ¿Por qué no comer insectos?, para aquellos paladares atrevidos:

«Hay además miles de miembros del mismo grupo que la gamba (crustáceos) en cada jardín, a saber, las cochinillas de la humedad. Yo las he comido, y he podido comprobar que, al masticarlas, sueltan un sabor notablemente parecido al que tanto apreciamos en sus parientes marinos. La salsa de cochinilla de la humedad está al nivel de la de gambas, o la supera. Esta es la receta: Se recoge una cierta cantidad de las mejores cochinillas que se encuentren (no es difícil, porque abundan bajo la corteza de cada árbol podrido), y se echan en agua hirviendo (que las matará instantáneamente pero no las pondrá de color rojo como se podría esperar). Al mismo tiempo se pone en la cazuela un cuarto de libra de mantequilla fresca, una cucharadita de harina, un vaso pequeño de agua, un poco de leche, con algo de sal y pimienta, y se pone al fuego. En cuanto la salsa se espesa, se aparta el cazo y se echan las cochinillas. Es una salsa excelente para pescado.»

Portada del escrito original
¡Pruébela!, decía Holt sin tapujos, quizás lleve razón y en un futuro no muy lejano las veamos en la pescadería junto al marisco tradicional, aunque permítanme que por el momento prefiera seguir dejando tranquilos a estos animalitos y apostar mejor por una buena gamba blanca de Huelva.



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domingo, 11 de marzo de 2012

Algo voló sobre el nido del ¿búho?

Desde hace un par de meses he rescatado una antigua afición mineralógica que "cultivé" hace dos décadas. En esta etapa del renacimiento mineral en mi persona, fui ayer a una antigua cantera de Morón en la que, hace unos 60 años, parece que se halló una veta de piedra galena.

Ya estuve en ella en la mencionada fase inicial de aficionado geológico, aunque no encontré nada, salvo algunos cuarzos de notable tamaño.

Esta vez tampoco hallé el citado mineral, aunque sí me llevé un tremendo susto cuando exploraba una de las paredes de dicha excavación:

A unos dos metros de mí, a mi derecha en alto, algo batió con fuerza las alas e hizo un descomunal ruido para alzar el vuelo. Era un ave enorme, aunque sólo pude verla de espaldas y durante un par de segundos, ya que se perdió por un lado de la cantera.

O era un águila de gran tamaño o un búho real, con el cual ya me he topado en un par de ocasiones cuando más joven. Pasado ese instante, subí por una pequeña pendiente al lugar de despegue y descubrí la escena que se puede ver en la foto.

Dos polluelos y al fondo la mitad de un conejo con el
que la madre los está alimentando
Son dos pequeños polluelos, recién nacidos, no deben tener más de 10 o 12 días por el color blanco del plumón. Tras unas cuantas fotos los dejé allí, aunque puede que vuelva más adelante cuando hayan crecido.

Más tarde ya me estuve documentando un poco, y por el tipo de nido, que básicamente es un hoyo en forma de cuenco excavado en la pared del acantilado con restos de egagrópilas (deposiciones con trozos de huesecillos) y por los polluelos, puedo decir casi con total seguridad que es un búho real.

Me informaré acerca de si es conveniente avisar al SEPRONA sobre este tipo de hallazgos, ya que el búho real está considerado como especie de interés especial. Aunque no creo que corra peligro por la localización del lugar y accesibilidad del mismo.

Curiosamente mi próximo objetivo de artículo era sobre el búho (http://www.almabiologica.com/p/proximos-objetivos.html), del cual no tenía hasta ahora ninguna foto original mía. ¿Mucha casualidad? No, no creo en ellas, mis  dos últimos artículos me han terminado llevando allí. En el artículo mezclaré un poco todo lo resumido en estas notas, ya lo tengo en la cabeza.

Todo esto sucedió un sábado a medio día. Pero por la tarde del domingo, en las proximidades del río Guadaíra cercano a Alcalá, vi a alguien con un telescopio terrestre que parecía observar aves u otros animales. No pude resistir la tentación y tuve que preguntarle. Efectivamente miraba a los pájaros del entorno, y tras confirmarlo le conté la peripecia con el búho del día anterior. Me comentó que pertenecia a SEO (Sociedad Española de Ornitología), ofreciéndome la posibilidad de ir a anillar la los pequeños polluelos en breve, antes de que fuesen demasiado grandes para poder hacerlo. ¿También otra casualidad?


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viernes, 9 de marzo de 2012

La ley de la cigüeña


Hace algo más de 9 años asistí a una conferencia en la que, el hasta hace poco tiempo Director General de Sevillana Endesa, José Antonio Martínez, hizo una ponencia sobre los retos futuros de la actividad de distribución eléctrica.

Entre los desafíos a acometer, se hallaba el asegurar el suministro a la cada vez más creciente demanda de energía eléctrica, al tiempo que se debía mantener la calidad del servicio ofrecido. Esta última cuantificada entre otras cosas por un sucedáneo del número y duración de lo que coloquialmente en el mundo vecinal es conocido como “¿niña, se ha ido la luz?”.

En cuanto a los cortes eléctricos, al margen de los fallos técnicos inherentes a la propia aparamenta eléctrica, las causas de los mismos son muy variadas; rayos, caídas de árboles, temporales de viento o excavadoras que cortan un cable subterráneo, son incidentes más frecuentes de lo que en principio podría parecer. Aunque sobre ellos hay uno que destaca y acapara hoy nuestra atención; las colisiones y electrocuciones provocadas por aves. A este respecto, las empresas eléctricas también se encontraban ante otro gran elemento en alza de nuestra sociedad, la cultura medioambiental y el desarrollo sostenible, encaminada en este caso particular a la protección de la avifauna.

Y fue, llegado a ese punto de la exposición, cuando la cigüeña tuvo su particular momento de protagonismo. Desde que en las décadas de los 70 y 80 se iniciaran los primeros planteamientos en la protección de aves, los esfuerzos técnicos y económicos de las compañías eléctricas habían ido redoblándose con el tiempo. Fueron muchos los experimentos y estudios para tratar de evitar la construcción de los enormes nidos de cigüeñas en las torres eléctricos, algunos de hasta media tonelada de peso: mejoras en los diseños de las torres, dispositivos para impedir que se posaran, elementos señalizadores del cableado de alta tensión, etc. José Antonio Martínez enfatizó que incluso se habían construido postes adyacentes idénticos exentos de tendido eléctrico, ofrecidos como hogar alternativo, y con su peculiar sentido del humor dijo literalmente; “pero, que le vamos a hacer, estos pollos son eléctricos”, matizando que aún así preferían normalmente los postes con cableado eléctrico, desdeñando aquellos otros que les habían sido concedidos cual vivienda de protección oficial, nunca mejor dicho.

La mencionada diapositiva de la presentación del IEEE 
Para que nos hagamos una idea de su efecto, un par de años después de aquella conferencia, durante 2004, año especialmente peliagudo en Andalucía y Badajoz en lo que a cortes eléctricos se refiere, se contabilizaron 417 incidentes provocados por aves que dejaron sin electricidad a unos 650.000 clientes, lo que supuso un total de casi 738 horas de interrupción. Un aspecto de consecuencias negativas en imagen y penalizaciones que, para ser justos, no se puede ser achacable a las compañías eléctricas y que en la actualidad se encuentra de hecho en litigio. Por si acaso, mientras se resuelve la cuestión normativa, cuando ocurre algún incidente lo primero que la cuadrilla eléctrica hace es buscar ávidamente algún pobre “pollo” que haya quedado “frito”.

Lo cierto es que el reconocido exdirector puede que no estuviera exento de razón en su comentario, ya que, aunque nada está demostrado, parece que podrían ser varios los motivos que atraen a la cigüeña a construir en las torres eléctricas:

De una parte el calentamiento de los conductores eléctricos por el paso de la intensidad (el llamado efecto Joule en argot electrotécnico), cuyo calor desprendido puede ser placentero para estas aves. Por otro lado, la frecuencia de las ondas de intensidad eléctrica (en concreto la denominada del tercer armónico) provoca además una vibración del propio cableado e infraestructura eléctrica, que, aunque imperceptible para nosotros, origina un cosquilleo que podría resultar del agrado de estos singulares pájaros.

Cigüeña nidificando en un poste

También es posible que los campos electromagnéticos que producen las líneas eléctricas sirvan de referencia para localizar el nido o la zona en la que se encuentra, dado que las aves poseen un sentido que les permite detectar el electromagnetismo terrestre para hacer sus migraciones.

Las cigüeñas se reunen para ver la puesta de sol
Instantes después yo provoqué sin querer esta desbandada

Indudablemente los pollos actuales son eléctricos, pero la cigüeña siempre ha estado inmemorialmente ligada al ámbito humano, y no sólo eso, sino que ha sido considerada como símbolo de la buena suerte y ejemplo a seguir.

Son muchas las leyendas que revolotean en torno a ella, sin lugar a dudas la más conocida de todas corresponde a la caprichosa procedencia parisina de los recién nacidos. Tradición cuya principal utilidad consiste en sacar de apuros a padres primerizos ante los cándidos interrogatorios de una prole de supuesto acento gabacho (es esa o la opción de la semillita). Lo curioso del caso es que el mito es común en la práctica totalidad de los países de Europa, perdiéndose en el tiempo sin que podamos adivinar cual es su origen exacto, pues cada nación tiene su propia versión.

Lo que sí parece tener una explicación razonable es el sentimiento positivo que despiertan. En primer lugar porque su llegada coincide con el buen tiempo en primavera, lo cual era considerado un signo de buen augurio. A lo anterior hay que unir sus costumbres antropomórficas, ya sea en cuanto a emparejamientos duraderos que pueden durar toda la vida (la cigüeña puede vivir hasta 70 años) como por el cuidado extremo que profesan a sus crías; relevándose macho y hembra en la incubación, trayendo comida a lo polluelos, protegiéndolos de la lluvia con sus alas totalmente a la intemperie o intentando darles sombra en plena canícula estival. Recientes estudios han verificado también que la fidelidad conyugal no es totalmente incondicional, por lo que a veces surgen disputas matrimoniales, lo cual no viene sino a confirmar otra similitud más hacia el comportamiento humano. Por otra parte, está comprobado estadísticamente como el número de nacimientos de nuestros bebés en los meses de buen tiempo se incrementa. No es de extrañar por tanto que, de toda esta asociación de ideas, surgiera el mito.

Cigüeñas antes de la migración

Así pues, desde época romana se creía que era una enviada de los dioses y estaba considerada como un ave sagrada. Estuvo por ello dedicada a la diosa Juno, divinidad que entre otras cosas cuidaba justamente del alumbramiento y los recién nacidos. Era tal la consideración que los romanos tenían a la cigüeña, que estos promulgaron la Lex Ciconaria (Ley de la Cigüeña), por la que se obligaba a los hijos a cuidar a sus padres ya ancianos, ya que se creía que las cigüeñas así lo hacían también.

Una evidencia más de la deferencia hacia ellas es el hecho de que nunca hayan sido consideradas como plato gastronómico. Cosa que siempre ha sido así con excepción de una breve época en la que, la excentricidades culinarias propias del declive romano llevaron a un tal Cayo Sempronio Rufo a suscitar su consumo. Moda impopular que a la postre le costó la elección a cónsul al que fue llamado por el pueblo “cocinero de cigüeñas Rufo”.

Hoy en día el respeto y protección a estas aves sigue patente y en auge. Afortunadamente las líneas de investigación para prevenir los accidentes eléctricos han venido evolucionando desde aquel entonces y las inversiones de las eléctricas son millonarias al respecto. Para ello, no han escaseado tampoco las reuniones entre técnicos y altos responsables de las compañías eléctricas, encaminadas a plantear soluciones alternativas a la construcción de nidos en los postes. Cónclaves en los que en alguna ocasión se llegó incluso a debatir sobre la operativa excretora de la cigüeña. Aspecto que, aunque fue controvertido en aquel instante por la forma literal de expresarlo, al no utilizar precisamente la expresión empleada en este artículo, no es para nada baladí, ya que este animal utiliza sus excrementos a modo de argamasa para unir las ramas de los cimientos del nido.

En contraposición al auge de respeto y protección hacia el animal que nos ocupa hoy, los valores humanos entre padres e hijos están en completo declive. La ley de la cigüeña y otras muchas no escritas casi han desaparecido, y la libertad de nuestra sociedad ha dejado de ser tal para convertirse en un libertinaje decadente, curiosamente igual que les pasó a los romanos. Quizás deberíamos hacer como las empresas eléctricas: invertir a conciencia en la búsqueda de alternativas en la construcción del nido moral en el que se educan nuestros hijos.

"Dedicado a mi hijo Pablo de 6 años, lo que más quiero en este mundo, al cual espero ser capaz de inculcar los valores realmente importantes de la vida."

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domingo, 4 de marzo de 2012

Hormigas hablando

Hoy hace una temperatura excepcional, 23 ºC. Son casi las seis de la tarde, estoy jugando en el parque con mi hijo y me he sentado a descansar un momento descubriendo esta escena:

Foto del 04/03/12 a las 17:45 pm
Estas hormigas no están recolectando nada, tampoco es época para la reproducción, momento en el que salen las alúas, ni están de reformas en el hormiguero. Están quietas, sólo algunas solitarias se mueven y lo hacen con tranquilidad, no con el habitual estrés de un hormiguero. ¿Qué hacen pues?

Si nos fijamos bien, dentro de la calidad que la foto con el iPhone permite, hacen parejas o grupos y se comunican con las antenas.

Han estado así al menos una hora, desde que las vi hasta que me marché.

Estaban simplemente hablando, disfrutando del día, planificando quizás lo que van a hacer esta nueva temporada (los planes anuales que dirían en mi empresa), una vez parece que este raro invierno está a punto de escaparse. 

Una extraña congregación que no había visto nunca y llevo observando a estos animalitos desde que tengo uso de razón.

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El cerro de piedra imán



¿Quién no ha jugueteado alguna vez con un imán a atraer objetos? Cuando uno cae en nuestras manos no podemos dejar de aplicar el efecto de atracción sobre la primera cosa metálica que queda al alcance, ya sea cacerola, lata de cerveza o pata de mesa metálica, da igual. Es como si el propio magnetismo nos indujese a un comportamiento misterioso, que daría para la introducción de un monólogo de Luís Piedrahita en el Club de la Comedia. Intentando ponerme en su papel, que no a su altura, y con su característica entonación continuaría así:

Somos capaces de repetir el proceso indefinidamente, una y otra vez… lo acercamos al metal como diciendo esta vez no va a pasar... a ver hasta donde lo aguanto… hasta a que se escucha el “clack” del chasquido metálico. En ese instante debe producirse en el cerebro un insólito efecto placentero generado por millones de endorfinas, si no, no hay explicación. Entramos así en un estado de adicción parecido al de comer pistachos, que es tanto mayor cuanto más grande es el imán, y que llega al clímax cuando disponemos de dos imanes y tratamos de unirlos por los lados que se repelen.

El efecto adicto-magnético es tal, que sentimos la necesidad de experimentar con más y más cosas, y echamos mano de lo que haya en el bolsillo; las llaves, alguno que otro saca un desagradable cortaúñas, las monedas... Con éstas últimas es curioso comprobar cómo, a mayor valor de la misma, menor es la atracción y prácticamente sólo se adhieren las de 5 céntimos o menos. Por más vueltas e intentos que hacemos, los 2 € casi no se quedan pegados, hasta que desistimos sin poder evitar que una duda interior nos asalte, ¿de qué está hecho el euro?, ¿metal del “malo”?, ¿plástico?

A partir de ahí ya empezamos a explorar otros terrenos y a concebir “fantasías” atrayendo cosas a través del papel, por debajo de la ropa y diversas tonterías varias. Hasta que, de pronto, el efecto desaparece tal como vino, y la persona que está al lado toma el relevo para hacer las mismas idioteces, lo cual no viene a ser más que otra prueba de que verdaderamente esto es un estupefaciente.

Las monedas de 1, 2 y 5 c€ son de acero (aleación de hierro y carbono) con una
 capa de cobre. De 10 a 50 c€ son de aleación de cobre (oro nórdico),  metal no
 magnetizable. El exterior del euro es de aleación de níquel y latón, el níquel 
sí es atraído pero no lo suficiente en esta aleación, el interior es de cuproníquel
 que sí es atraída pero débilmente. Los 2 € están conformados a la inversa
 de la moneda de 1 €, por ello sólo la capa exterior se ve atraída levemente.

En fin, dejémonos de historias, y vayamos ahora con la de verdad. Sobre los orígenes de su descubrimiento hay alguna que otra leyenda recogida por el historiador romano Plinio el Viejo, quien gustaba acompañar las descripciones de su gran obra Historia Naturalis (siglo I a.C.) con reseñas y referencias populares. En una de ellas, narraba cómo el pastor griego Magnes encontró este mineral adherido a los clavos de sus sandalias y a la punta metálica de su bastón, razón por la cual obtuvo el nombre de aquél singular descubridor.

Sin querer dudar en exceso del admirable testimonio de Plinio, parece ofrecer más credibilidad la mención hecha por el filósofo Thales de Mileto, quien conocía las curiosas propiedades de una roca negra que existía en las proximidades de la ciudad de Magnesia del Meandro. La citada urbe se encontraba en la parte occidental de lo que hoy es Turquía, cercana a la actual población de Germencik, y parece ser que fue fundada por colonos griegos que provenían de la original Magnesia de Tesalia, que era y es una prefectura (especie de provincia) de Grecia.

Esta última versión es tan válida como la primera, sólo que fue realizada 5 siglos antes y con un ingrediente adicional que la hace más verosímil, pues la Magnesia del Meandro se hallaba a unos kilómetros de Mileto, ciudad natal de Thales, por lo que hay razones más que suficientes para pensar que, aquel precursor de la filosofía, conocía realmente la denominada piedra magnética. De ahí al nombre de magnetita sólo había un paso, o mejor dicho, una caminata entre ambas ciudades.

Mapa de las antiguas ciudades en la costa turca
 (foto extraída de wikipedia)

No obstante, el porqué aquel material atraía al hierro era todo un misterio para aquellas culturas, es más, diría que para muchos lo sigue siendo en la actualidad. El imán resulta ya tan habitual en nuestro entorno que ni nos preguntamos cómo funciona, lo admitimos como algo natural, una verdad incuestionable. Simplemente es un imán, y como tal debe atraer a los metales.

Aunque este acto de fe no está exento de algo de razón, pues el “poder” magnético es concedido por obra y gracia de las cualidades fisicoquímicas del mineral. Simplificando las cosas, podríamos decir que el magnetismo está provocado por el giro de los electrones alrededor de los átomos. Dicho giro forma pequeños polos magnéticos en el interior de todos los materiales, pero al final la aleatoriedad del conjunto de átomos hace que las fuerzas magnéticas provocadas por los electrones, pequeños imanes “atómicos”, se anulen unos a otros. La cosa es más compleja de lo que parece, orbitales energéticos en los que se mueven los electrones, influencia de la rotación propia del electrón, momentos magnéticos, etc.

Sin embargo, en el caso de la magnetita, su disposición molecular (óxido ferroso férrico: Fe2+(Fe3+)2O4 ), así como la estructura cristalina del mineral, hacen que, en el seno de este material, las fuerzas magnéticas no se anulen entre sí, y por el contrario se orienten todas en la misma dirección provocando los dipolos magnéticos del imán.

Ésta sería la explicación a una de las caras de la moneda, la piedra imán, pero la otra corresponde al metal afectado. ¿Por qué algunos materiales se ven atraídos y otros no? Sintetizando también, todos los elementos quedan más o menos afectados por el magnetismo, pero sólo algunos metales tienen una configuración atómica favorable a permanecer orientada, de manera que, ante un campo magnético o un imán, éstos se transforman también temporalmente en uno. El cobalto, el níquel, el hierro y algunas aleaciones de éstos son los más propicios a ello. Demasiados conceptos técnicos, lo sé, pero a riesgo de ser pedante, era algo que estudié en la carrera hace veinte años y que jamás había tenido ocasión de expresar hasta ahora, una auténtica liberación.

A aquella curiosa propiedad que fascinaba a Thales o Plinio, no se le sacaría partido hasta pasados muchos siglos después, con la invención de la brújula, atribuida a los chinos alrededor del siglo IX d.C. Pero mucho antes, la magnetita ya había tenido un uso previo que cambiaría el devenir de la humanidad, pues fue un elemento fundamental en la aparición de la denominada edad del hierro, doce siglos antes de Cristo.

La razón es que éste es el mineral con más alto contenido en hierro de la naturaleza, hasta un 72%, ya que el hierro no se da en estado puro en la naturaleza, salvo en restos de meteoritos. La piedra imán pasó a ser la mejor fuente de hierro, a partir de la cual se fabricarían herramientas y principalmente armas más robustas.

Las minas de hierro se convirtieron probablemente en enclaves estratégicos para las culturas del momento, y de hecho, este elemento llegó a ser muchísimo más valioso que el oro y la plata. Tanto es así que aquellos pueblos que controlaron la tecnología para obtenerlo, muy distinta a las de metales de las precedentes edades del cobre y bronce, impusieron su dominio sobre otros culturalmente más avanzados. Poco tenían que hacer los escudos o armas de bronce frente a las potentes armas de hierro. Aunque hay mucha controversia con todo esto, se cree que en manos de aquellos pueblos, éste pudo ser el factor detonante que sumió a la humanidad en un periodo de ostracismo de 400 años denominado Edad Oscura (del 1200 al 800 a.C), del cual quedan muy pocos registros, acabando con varias de las florecientes y más destacadas culturas de oriente próximo.

Casco griego (Imagen de www.jerezsiempre.com)
Es en este aspecto donde nuestra comarca hace su pequeña aportación histórica, pues desde tiempos inmemoriales se conoce la existencia de magnetita en el denominado cerro imán, cerca del Castillo de Cote en Montellano. Cantera milenaria que ha vuelto a ser explotada muy recientemente, en la que se encuentran minerales de variada naturaleza, y que, muy posiblemente, pudieron ser aprovechados antaño como fuente del preciado hierro.

Cristales octaédricos de magnetita en la cantera de Cerro Imán

La magnetita también forma agregados poco magnéticos

Otros minerales del lugar para mi colección

Han sido varios días de “exploración” hasta localizar dicho enclave, en los cuales he llevado un imán conmigo para detectar materiales de origen ferruginoso. Puede que haya sido por eso, o quizás es que, volviendo al enfoque inicial del artículo,  no he podido resistir la tentación, pues en realidad he estado pegándolo por todas partes. Más de uno creerá que es inmune a esta idiotez del imán, pero sin saberlo lleva encima unos cuantos camuflados de “diseño” (un guiño más para que la división de narcóticos actúe de oficio). ¿Cómo si no se explica que coleccionemos cantidades ingentes de tarjetas con banda magnética en nuestras carteras? Yo debo estar muy mal, pues acabo de contar siete distintas en la mía; crédito, puntos de la gasolinera, seguridad social, club deportivo, AVE, etc…y eso que he hecho limpieza no hace mucho. No, nadie es inmune al magnetismo, así que no creo que desaparezca fácilmente mi imandependencia. Sólo hay una solución, que vendrá el día que en que me dé cuenta de que he estropeado la tarjeta de crédito al pasar el imán por encima. Sé yo a dónde va a ir a parar entonces el pegajoso imán como pase eso…

La cantera actualmente explotada

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viernes, 2 de marzo de 2012

El vuelo del Fénix

Es curioso comprobar como en el mundo de la mitología o leyenda se suelen encontrar elementos comunes entre distintas culturas. Sucesos como por ejemplo el diluvio universal, suponen una constante en culturas tan dispares como la judaica, griega, hindú o mesopotámica, incluso en civilizaciones tan alejadas como la inca o la azteca se encuentran similitudes que hacen sospechar que, o bien algo pasó realmente, o que al menos hay un origen ficticio de una cultura primigenia común anterior a todas, es lo que se denomina en antropología como “lugares comunes”.

Un caso parecido lo constituye el ave Fénix, mítica ave inmortal de colores rojizos y dorados que renacía de sus cenizas cada 500 años. El Fénix se encuentra también en la práctica totalidad de las culturas, comenzando por la egipcia, en la que representaba el alma del dios Ra y también estaba asociado al culto al Sol, pero también aparece en la china, judaica y griega entre otras, de esta última y por analogía cromática obtuvo su nombre de la palabra phoinix, que significa rojo.

Evidentemente nunca se llegó a divisar al excepcional ave, aunque algunos eruditos griegos y romanos Herodoto, Plinio el Viejo (con el que me he topado más de una vez al escribir) o el más cercano Séneca, dejaron constancia escrita sobre su posible existencia, pero sólo a través de terceras referencias. Las descripciones egipcias, quizás las más acertadas, la representaban como una especie de enorme garza, probablemente de alguna especie ya extinta que habitaba en la península arábica. No es de extrañar que en aquella época de escaso análisis biológico, la aparición de cualquier nueva ave que mínimamente poseyera algunos de los rasgos del fénix abriese el debate sobre su descubrimiento. Era cuestión de tiempo que, en alguno de aquellos hallazgos, algún pájaro terminase por heredar su nombre.

Representación egipcia del Benu o Fénix

La suerte le tocó al flamenco, ave espigada como una garza (de metro y medio aproximadamente), de plumaje rosado-rojizo, y que para más inri nidifica en un montículo de barro que se asemeja a un minivolcán de cenizas, del cual finalmente resurge una única cría. Sea como fuere los romanos pusieron nombre a aquella criatura, que pasó a llamarse Phoenicopterus, cuyas acepciones podrían ser varias: desde ala roja, Fénix alado, hasta algo más glamuroso como el título de la novela de Elleston Trevor y posterior película de los sesenta que da título a este artículo. Respecto a su actual nombre común, es muy probable que derive de la raíz latina flamme (llama o fuego), y aunque en esta ferial época el tópico daría mucho juego, la analogía con el vocablo del género artístico propio de nuestra tierra es sólo una casualidad, pues este último parece tener otro origen.

Pero volviendo a aquella remota época, el aprecio romano por este ave no pasaba de ahí, al menos desde el punto de vista del propio flamenco, ya que para su desdicha la extravagante cocina romana lo consideraba un manjar a preparar de múltiples maneras.

Actualmente, aunque ni mucho menos está en peligro de extinción, el flamenco es un ave rara de ver en España y Europa, existiendo sólo unos puntos muy específicos para su asentamiento. En Andalucía es famosa la colonia de cría que existe en la localidad malagueña de Fuente de Piedra, donde se pueden congregar más de 15.000 parejas cada año. Sin embargo, fuera de esos lugares clave no es frecuente observarlos. Es por ello que resulta un privilegio el poder apreciarlos de cerca, algo que de manera extraordinaria se puede hacer en nuestra localidad, pues en una laguna muy cercana al pueblo, de la que no desvelaré el nombre para tratar de salvaguardar su extraña virginidad, se exhiben ocasionalmente algunos de ellos.

La razón de esta esporádica aparición está muy vinculada a la citada laguna malagueña debido a que en mayo tienen lugar los primeros nacimientos de polluelos, y desde esa fecha hasta el fin del verano la laguna se deseca paulatinamente. Alimentar a una nueva prole de 10.000 individuos se convierte entonces en una misión casi imposible, razón por la que los flamencos se desplazan en grupos por la noche entre los distintos humedales de Andalucía, realizando a veces un par de viajes en la misma noche, ida y vuelta a la laguna.

Hay que tener en cuenta que la laguna de Fuente de Piedra se encuentra exactamente a la misma latitud que Morón, a una distancia en línea recta de 60 km, y que los flamencos viajan a una velocidad bastante elevada, justamente de 60 km/h, el equivalente al galopar de un caballo, por lo que en 1 hora hacen el trayecto.
Flamencos en una laguna de Morón

Los destinos escogidos son siempre humedales de poca profundidad, ya que el modo de alimentación de estos animales es un tanto peculiar: arrastran la cabeza del revés por el fondo absorbiendo agua y fango para quedarse con pequeños organismos y algas con una especie de filtro constituido por su particular pico y lengua, ésta última incluida en una de las recetas romanas indicadas anteriormente. 

No obstante, al margen de estas “maravillas” culinarias o de la cena a base de “sopa de marisco” que el propio flamenco podría otorgar a sus crías, hay otra cuestión alimenticia más que hace originales a estos animales, que no es otra que la capacidad de fabricar su propia leche como los mamíferos. No es que tengan glándulas mamarias, sino que lo hacen en el propio buche, y junto a los pingüinos y alguna especie de paloma son las únicas aves facultadas para ello. Es lo que se denomina leche de buche, producida por ambos sexos y con un alto contenido en grasas y proteínas, que en el caso particular del flamenco tiene además un intenso color rojizo, lo que en un principio llevó a los primeros estudiosos a creer que alimentaba a sus hijos con su propia sangre.

Respecto a nuestra laguna, desde la distancia en el coche, ya llevaba un tiempo observando lo que parecían ser flamencos en la misma, hasta que decidí acercarme para comprobar como verdaderamente eran 19 los individuos que allí retozaban. La fotos no fueron fáciles, ya que a la mínima que conseguía aproximarme, la voz de alerta del cabecilla del grupo provocaba una desbandada hasta el otro extremo del lago a casi 1 km,  o en otras ocasiones, tras arrastrarme en cuclillas durante 20 minutos, era una grajilla la que daba la alarma.

Aquella misma noche, la pasada madrugada del 12 al 13 de agosto, no me dormí hasta tarde y subí a la azotea sobre las 3:20 para ver la lluvia de estrellas de las perseidas, típica en esos días. En los 10 minutos que estuve sólo pude ver un par de estrellas fugaces, pues me entretuve mirando hacia el lado equivocado, la base militar. No obstante, fue eso mismo lo que permitió que, de improviso y desde mi espalda, me sobrepasara una formación en V de nueve “fénix” volando en hacia nuestro pequeño lago. Por la dirección que venían más que probablemente de Fuente de Piedra y habían pasado por encima de nuestro gallo en la Peña.

Unas 300 cigüeñas mirando la puesta de sol
Esa misma tarde no pude resistir el ir de nuevo a comprobar cuantos flamencos había, y aunque la casualidad de los acontecimientos ya había decidido el motivo del artículo de este mes, lo que vi contribuyo un poco más, puesto que además de 7 majestuosos flamencos, encontré a cientos de cigüeñas observando placidamente la puesta de sol, hasta que con la caída del mismo decidieron emprender un súbito vuelo de su migración a África. Los flamencos se quedaron allí, pero a buen seguro que aquella misma noche efectuaron su particular vuelo del Fénix.