1971 es un año muy especial para mí, muy pocos días antes de la entrada de la primavera, quizás esperando a que el buen tiempo llegara, vine a ver por primera vez la luz de este mundo con bastantes días de retraso respecto a la fecha prevista (casi un mes). En aquel primer instante mi esperanza de vida era de unos 70 años. 40 años después (ya casi 41), gracias a los logros médicos y a la mejora en la calidad de vida, me han sido otorgados estadísticamente casi 10 años más longevidad.
La buena noticia es que año a año esa esperanza de vida continua creciendo a nivel mundial, estando nuestro país entre los 20 con mayor longevidad del mundo. Sin embargo todo tiene un límite, pues se estima que el cuerpo humano puede vivir un máximo de unos 120 años. Muchos nos daríamos con un canto en los dientes por conseguir una vida tan longeva, aunque quizás hay que considerar otro parámetro en este aspecto, pues no se trata tanto del tiempo como de la calidad de la vida que lleves. En este sentido la juventud siempre ha sido una obsesión buscada por el hombre en múltiples direcciones:
En el plano esotérico, son incontables las historias sobre la existencia de la denominada “fuente de la juventud”, especialmente intensas en la era de los descubrimientos europea entre los siglos XV y XVII. Basta con rememorar el descubrimiento de América, que estuvo salpicado por la aparición de relatos sobre aguas curativas que devolvían a la lozanía a aquél que las bebía o se bañaba en ellas. Incluso hubo alguna expedición que se dedicó a bañarse en cada uno de los ríos, lagos, estanques, arroyos y pozas que encontró, sin más éxito y consecuencia que un excesivo reblandecimiento de los pies, supongo...
Por otro lado la cirugía plástica, hoy por hoy en pleno auge, ya venía siendo practicada desde siglos antes del nacimiento de Cristo, donde los injertos de piel y reconstrucción de defectos faciales estaban más avanzados de lo que creemos.
En una línea corporal menos agresiva, los esfuerzos se han centrado en la aplicación de productos basados en sustancias naturales que mitigaban o trataban de ocultar los efectos del tiempo, así, hace miles de años nació la cosmética. Los antiguos egipcios por ejemplo ya utilizaban el maquillaje y los aceites perfumados para la piel, incluidos los hombres, se ve que a ellos la cultura metrosexual les llegó un poco antes.
Hoy en día el sector de la industria cosmética mueve un volumen de unos 8.000 millones de euros al año sólo en España, y es que, a pesar de la crisis, parece que seguimos queriendo tener una piel más tersa y suave. El mercado está lleno de productos prodigiosos que nos son bombardeados continuamente por la televisión u otros medios. Aunque últimamente hay uno que me ha llamado la atención por su peculiaridad: cremas con extractos de baba de caracol.... desde luego por vender que no quede.
La verdad es que cuanto más he leído sobre esto, más opiniones para todos los gustos encuentro, pero lo cierto es que los caracoles no sólo se cultivan ya con fines gastronómicos, sino que también dermatológicos. El principal protagonista de este nuevo invento, al estilo de teletienda americana, es el caracol denominado como Cryptomphalus aspersa, más conocido entre sus amigos como burgao, único capaz de generar la “sustancia milagrosa”.
La buena noticia es que año a año esa esperanza de vida continua creciendo a nivel mundial, estando nuestro país entre los 20 con mayor longevidad del mundo. Sin embargo todo tiene un límite, pues se estima que el cuerpo humano puede vivir un máximo de unos 120 años. Muchos nos daríamos con un canto en los dientes por conseguir una vida tan longeva, aunque quizás hay que considerar otro parámetro en este aspecto, pues no se trata tanto del tiempo como de la calidad de la vida que lleves. En este sentido la juventud siempre ha sido una obsesión buscada por el hombre en múltiples direcciones:
En el plano esotérico, son incontables las historias sobre la existencia de la denominada “fuente de la juventud”, especialmente intensas en la era de los descubrimientos europea entre los siglos XV y XVII. Basta con rememorar el descubrimiento de América, que estuvo salpicado por la aparición de relatos sobre aguas curativas que devolvían a la lozanía a aquél que las bebía o se bañaba en ellas. Incluso hubo alguna expedición que se dedicó a bañarse en cada uno de los ríos, lagos, estanques, arroyos y pozas que encontró, sin más éxito y consecuencia que un excesivo reblandecimiento de los pies, supongo...
Por otro lado la cirugía plástica, hoy por hoy en pleno auge, ya venía siendo practicada desde siglos antes del nacimiento de Cristo, donde los injertos de piel y reconstrucción de defectos faciales estaban más avanzados de lo que creemos.
En una línea corporal menos agresiva, los esfuerzos se han centrado en la aplicación de productos basados en sustancias naturales que mitigaban o trataban de ocultar los efectos del tiempo, así, hace miles de años nació la cosmética. Los antiguos egipcios por ejemplo ya utilizaban el maquillaje y los aceites perfumados para la piel, incluidos los hombres, se ve que a ellos la cultura metrosexual les llegó un poco antes.
Hoy en día el sector de la industria cosmética mueve un volumen de unos 8.000 millones de euros al año sólo en España, y es que, a pesar de la crisis, parece que seguimos queriendo tener una piel más tersa y suave. El mercado está lleno de productos prodigiosos que nos son bombardeados continuamente por la televisión u otros medios. Aunque últimamente hay uno que me ha llamado la atención por su peculiaridad: cremas con extractos de baba de caracol.... desde luego por vender que no quede.
La verdad es que cuanto más he leído sobre esto, más opiniones para todos los gustos encuentro, pero lo cierto es que los caracoles no sólo se cultivan ya con fines gastronómicos, sino que también dermatológicos. El principal protagonista de este nuevo invento, al estilo de teletienda americana, es el caracol denominado como Cryptomphalus aspersa, más conocido entre sus amigos como burgao, único capaz de generar la “sustancia milagrosa”.
El burgao, la futura fuente de la juventud |
Como en muchas ocasiones el descubrimiento fue fruto de la casualidad: en 1965 el doctor Abad Iglesias, especialista en oncología fallecido en 2003, descubrió que al someter a radiaciones al citado caracol, éste segregaba una sustancia distinta a la que utilizaba para deslizarse que le servía para sanar rápidamente los daños recibidos. Sus investigaciones tuvieron aplicación directa en Chernobyl y la guerra del Golfo, con el fin de utilizar un tratamiento para las quemaduras por radiación. A partir de ahí dio el salto al mundo comercial en el que ahora se encuentra.
Algo de cierto debe haber en todo, pues este animal no sufre apenas infecciones y, además, aquellos que en gastronomía manipulan estos moluscos tienen habitualmente las manos muy suaves y sus heridas cicatrizan pronto. Imagino también que por algo el mencionado doctor recibió en 2006 un premio de la Real Academia Nacional de Medicina por su investigación.
La sustancia en cuestión es extremadamente rica en proteínas y polisacáridos, se denomina cryptosina (que no cryptonita) y es generada por el animal cuando se le somete a radiaciones o se le estresa mecánicamente por rozamiento, presión u otros medios. La aplicación de este compuesto en nuestra piel estimula la formación del colágeno, de la elastina y de otros componentes que reparan los signos del fotoenvejecimiento.
Como se puede atisbar, en la actualidad se tiene un conocimiento más profundo de las causas del envejecimiento y las líneas de investigación para intentar atajarlo son cada vez mas variadas, pese a lo cual tengo la sensación de estar ya sentenciado (que no viejo ni mucho menos). Es difícil determinar el instante en que empezamos a envejecer, pero suele manifestarse a partir del momento de la máxima vitalidad, alrededor de los 30 años. Llegado un momento en esa etapa de la vida todos empezamos a sentirnos un poco más “oxidados”.
En realidad eso mismo es lo que nos está pasando. Nuestro cuerpo se oxida de manera análoga a como lo hace la carrocería de un coche, y el proceso es tanto externo, en nuestra piel, como interno. La causa estriba en los denominados radicales libres, moléculas inestables que están inmersas en el ambiente o que nosotros mismos generamos cuando el oxígeno que respiramos llega internamente a las células. Dichas moléculas tratan de estabilizarse a costa de nuestras células, dejando a éstas maltrechas atómicamente y por ende envejecidas a la postre. Nuestro cuerpo está capacitado para neutralizar en parte a los radicales libres, pero la acción continuada de éstos durante años termina causando mella y envejeciendo a las células, proceso que se acelera aún más por la acción de otros elementos oxidantes como la contaminación atmosférica, el tabaco, los pesticidas y otros agentes bastantes comunes a nuestro alrededor. Pues bien, resulta que la criptosina del caracol también inhibe la actividad de los radicales libres.
Envuelto en este halo científico de caducidad corporal, mi espíritu aventurero de hombre ciencias tenía que salir inevitablemente en este artículo, y conforme redactaba estas líneas, a falta de un tarro de la “deseada” baba, me fui al campo hasta localizar al inestimable caracol. En ese momento, como buen investigador de película que aplica en sí mismo sus experimentos, procedí a la operación en algunas zonas de mi brazo. Evidentemente, después de una sola aplicación, no puedo decir que la baba de caracol me haya cambiado la vida. No obstante seguiré insistiendo, y en adelante informaré de los avances del experimento, eso sí, prometo comprar una crema y dejar tranquilo al sufrido animal.
Al final me compré la crema |
Sopa no... crema de caracol por Kamereon se encuentra bajo una Licencia Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-SinObraDerivada 3.0 España.
Basada en una obra en www.almabiologica.com.
No hay comentarios:
Publicar un comentario