viernes, 2 de marzo de 2012

El vuelo del Fénix

Es curioso comprobar como en el mundo de la mitología o leyenda se suelen encontrar elementos comunes entre distintas culturas. Sucesos como por ejemplo el diluvio universal, suponen una constante en culturas tan dispares como la judaica, griega, hindú o mesopotámica, incluso en civilizaciones tan alejadas como la inca o la azteca se encuentran similitudes que hacen sospechar que, o bien algo pasó realmente, o que al menos hay un origen ficticio de una cultura primigenia común anterior a todas, es lo que se denomina en antropología como “lugares comunes”.

Un caso parecido lo constituye el ave Fénix, mítica ave inmortal de colores rojizos y dorados que renacía de sus cenizas cada 500 años. El Fénix se encuentra también en la práctica totalidad de las culturas, comenzando por la egipcia, en la que representaba el alma del dios Ra y también estaba asociado al culto al Sol, pero también aparece en la china, judaica y griega entre otras, de esta última y por analogía cromática obtuvo su nombre de la palabra phoinix, que significa rojo.

Evidentemente nunca se llegó a divisar al excepcional ave, aunque algunos eruditos griegos y romanos Herodoto, Plinio el Viejo (con el que me he topado más de una vez al escribir) o el más cercano Séneca, dejaron constancia escrita sobre su posible existencia, pero sólo a través de terceras referencias. Las descripciones egipcias, quizás las más acertadas, la representaban como una especie de enorme garza, probablemente de alguna especie ya extinta que habitaba en la península arábica. No es de extrañar que en aquella época de escaso análisis biológico, la aparición de cualquier nueva ave que mínimamente poseyera algunos de los rasgos del fénix abriese el debate sobre su descubrimiento. Era cuestión de tiempo que, en alguno de aquellos hallazgos, algún pájaro terminase por heredar su nombre.

Representación egipcia del Benu o Fénix

La suerte le tocó al flamenco, ave espigada como una garza (de metro y medio aproximadamente), de plumaje rosado-rojizo, y que para más inri nidifica en un montículo de barro que se asemeja a un minivolcán de cenizas, del cual finalmente resurge una única cría. Sea como fuere los romanos pusieron nombre a aquella criatura, que pasó a llamarse Phoenicopterus, cuyas acepciones podrían ser varias: desde ala roja, Fénix alado, hasta algo más glamuroso como el título de la novela de Elleston Trevor y posterior película de los sesenta que da título a este artículo. Respecto a su actual nombre común, es muy probable que derive de la raíz latina flamme (llama o fuego), y aunque en esta ferial época el tópico daría mucho juego, la analogía con el vocablo del género artístico propio de nuestra tierra es sólo una casualidad, pues este último parece tener otro origen.

Pero volviendo a aquella remota época, el aprecio romano por este ave no pasaba de ahí, al menos desde el punto de vista del propio flamenco, ya que para su desdicha la extravagante cocina romana lo consideraba un manjar a preparar de múltiples maneras.

Actualmente, aunque ni mucho menos está en peligro de extinción, el flamenco es un ave rara de ver en España y Europa, existiendo sólo unos puntos muy específicos para su asentamiento. En Andalucía es famosa la colonia de cría que existe en la localidad malagueña de Fuente de Piedra, donde se pueden congregar más de 15.000 parejas cada año. Sin embargo, fuera de esos lugares clave no es frecuente observarlos. Es por ello que resulta un privilegio el poder apreciarlos de cerca, algo que de manera extraordinaria se puede hacer en nuestra localidad, pues en una laguna muy cercana al pueblo, de la que no desvelaré el nombre para tratar de salvaguardar su extraña virginidad, se exhiben ocasionalmente algunos de ellos.

La razón de esta esporádica aparición está muy vinculada a la citada laguna malagueña debido a que en mayo tienen lugar los primeros nacimientos de polluelos, y desde esa fecha hasta el fin del verano la laguna se deseca paulatinamente. Alimentar a una nueva prole de 10.000 individuos se convierte entonces en una misión casi imposible, razón por la que los flamencos se desplazan en grupos por la noche entre los distintos humedales de Andalucía, realizando a veces un par de viajes en la misma noche, ida y vuelta a la laguna.

Hay que tener en cuenta que la laguna de Fuente de Piedra se encuentra exactamente a la misma latitud que Morón, a una distancia en línea recta de 60 km, y que los flamencos viajan a una velocidad bastante elevada, justamente de 60 km/h, el equivalente al galopar de un caballo, por lo que en 1 hora hacen el trayecto.
Flamencos en una laguna de Morón

Los destinos escogidos son siempre humedales de poca profundidad, ya que el modo de alimentación de estos animales es un tanto peculiar: arrastran la cabeza del revés por el fondo absorbiendo agua y fango para quedarse con pequeños organismos y algas con una especie de filtro constituido por su particular pico y lengua, ésta última incluida en una de las recetas romanas indicadas anteriormente. 

No obstante, al margen de estas “maravillas” culinarias o de la cena a base de “sopa de marisco” que el propio flamenco podría otorgar a sus crías, hay otra cuestión alimenticia más que hace originales a estos animales, que no es otra que la capacidad de fabricar su propia leche como los mamíferos. No es que tengan glándulas mamarias, sino que lo hacen en el propio buche, y junto a los pingüinos y alguna especie de paloma son las únicas aves facultadas para ello. Es lo que se denomina leche de buche, producida por ambos sexos y con un alto contenido en grasas y proteínas, que en el caso particular del flamenco tiene además un intenso color rojizo, lo que en un principio llevó a los primeros estudiosos a creer que alimentaba a sus hijos con su propia sangre.

Respecto a nuestra laguna, desde la distancia en el coche, ya llevaba un tiempo observando lo que parecían ser flamencos en la misma, hasta que decidí acercarme para comprobar como verdaderamente eran 19 los individuos que allí retozaban. La fotos no fueron fáciles, ya que a la mínima que conseguía aproximarme, la voz de alerta del cabecilla del grupo provocaba una desbandada hasta el otro extremo del lago a casi 1 km,  o en otras ocasiones, tras arrastrarme en cuclillas durante 20 minutos, era una grajilla la que daba la alarma.

Aquella misma noche, la pasada madrugada del 12 al 13 de agosto, no me dormí hasta tarde y subí a la azotea sobre las 3:20 para ver la lluvia de estrellas de las perseidas, típica en esos días. En los 10 minutos que estuve sólo pude ver un par de estrellas fugaces, pues me entretuve mirando hacia el lado equivocado, la base militar. No obstante, fue eso mismo lo que permitió que, de improviso y desde mi espalda, me sobrepasara una formación en V de nueve “fénix” volando en hacia nuestro pequeño lago. Por la dirección que venían más que probablemente de Fuente de Piedra y habían pasado por encima de nuestro gallo en la Peña.

Unas 300 cigüeñas mirando la puesta de sol
Esa misma tarde no pude resistir el ir de nuevo a comprobar cuantos flamencos había, y aunque la casualidad de los acontecimientos ya había decidido el motivo del artículo de este mes, lo que vi contribuyo un poco más, puesto que además de 7 majestuosos flamencos, encontré a cientos de cigüeñas observando placidamente la puesta de sol, hasta que con la caída del mismo decidieron emprender un súbito vuelo de su migración a África. Los flamencos se quedaron allí, pero a buen seguro que aquella misma noche efectuaron su particular vuelo del Fénix.

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